Antón Pirulero

Nunca me he quejado de la familia que me encontré al nacer, todo lo contrario, a veces pienso que de no haberme sido dada me las hubiera apañado para encontrarme con ellos e incluirlos en mi existencia. Sin embargo este hecho no quita para que mi aspiración no fuera el comportarnos como el resto de los mamíferos: un par de añitos con los progenitores y luego… a volar. Una más de mis exageraciones que no deja de encerrar un pensamiento crítico hacia la institución que representa. La familia nos protege, ayuda, hace madurar, gratifica pero también nos encierra en roles de por vida, obliga, limita, agobia, traumatiza aunque se trate de traumas livianos… y esto en el mejor de los casos, tratándose de una familia normalizada, ya sabéis de mi urticaria hacia esta palabra pero siempre necesaria, entendiendo por tal la ausencia de marginalidades de cualquier tipo. Una familia que dé amor y potencie la confianza en el niño. Y pese a ello no consiguen convencerme de que se trate del mejor punto de partida aunque sea el único posible. Tal vez por eso, el menor de los males.


Y en estas que observo sobrevolar cuervos negros tocando los pies como acostumbran con su moral (no sólo metafóricamente hablando pero ese es otro tema en el que os remito al obispo de Tenerife; esas sí que son declaraciones como para rasgarse las vestiduras por el cinismo que encierran). Y me desconciertan, claro, yo siempre he hablado de mi familia pero ahora me preocupa encontrar un nuevo término que nos defina. Yo y mis problemas con la expresión exacta. Porque veamos, entre nosotros existen heteros felizmente casados, heteros felizmente despapelados, heteros independientes que reniegan de cualquier lazo en la convivencia, lesbianas sin arrepentimiento y el gusto es suyo, nuevas generaciones sanamente asacramentadas , hermanos adoptivos que llegaron de la guerra de los Balcanes y a otros que trajo la vida, un par de gatas y tres perros. Todos a favor del divorcio, la separación o el portazo sin que suponga la desidia o la pérdida de responsabilidades, el matrimonio sea del pelaje que sea (salvo alguno que considera que el error no es la discriminación de la opción sexual, el error es el matrimonio en sí , hay que tener ganas…), el aborto libre y gratuito y por supuesto una decisión personal y fémina, los beneficios ya experimentados de la eutanasia en el final de los nuestros sin agonía extendida que los finiquite, siempre tan indigna y dolorosa, la libertad de pensamiento y no sólo el que compete al religioso que ese se practica más bien poco aunque las conversaciones sobre el paradigma de dios ocupen sobremesas, la relativización hasta del aire que respiramos y en general ese lema tan sano de el que quiera follar que folle pero que no joda, por favor, y un respeto a los demás. En el resto de nuestros planteamientos y en el día a día nos queremos u odiamos dependiendo de cómo sople el viento, besamos, pegamos, ayudamos, renegamos, gritamos, capaces de sacarnos los higadillos o de dejar el pericardio en la mesa por si lo necesitas, te fastidio, me fastidias pero te quiero, me quieres… y todo desde el egoísmo más natural y genético ajustado a nuestro costado de homínidos. Como cualquier otra, en fin. ¿Y ahora?


Ahora me tranquiliza leer que los discípulos de los asín en la tierra como en el cielo han ideado un ministerio de la familia si ganan las elecciones –su dios no lo permita, Afrodita mía- que terminará con mis dudas. Imagino que con su carisma característico pergeñarán un formulario de diez sencillas preguntas para delimitar el concepto de familia y los términos adecuados si no se cumplen a rajatabla. No soy tan ingenua como para pensar que se tratará de un ministerio cuya finalidad sea la de repartir e idear ayudas sociales que contribuya a la mejoría de las agrupaciones familiares. Me tranquiliza aún más pensar que en lo de una grande y libre cumplimos al menos la de grande. Y en la de libre… ese es otro cantar, eso sí que es una gesta.