De profesión mis labores

La Tarara sí
la Tarara no
la Tarara, niño,
que la canto yo.

Domesticar medusas no parece una mala ocupación. Rodeado de viscosidad anudada al pecho e inmune a la urticaria que provoca su tacto.

Amaestrador de medusas, como otra cualquiera, como el silenciador de cigarras que a la hora de la siesta calma su chirrido para que los lugareños duerman. Dos metros de lluvia no bastarán y bajo la retama adormece su cantar acunando una a una, a cada cigarra entre el hueco de las manos. Si no fuera suficiente habría que soplar con aliento cálido el pliegue de sus rodillas o el inicio de las muñecas para acallarlas. Pero entre todas el agitador de carcomas, señalando las maderas más crujientes y deliciosas, el arcón envejecido por el moho o el dintel de la ventana hasta donde alcanza el sol. Anidan en una tierra de olvido y la pureza caracolea al pasar la mano por el lomo de sus cantos.

El crujir de la carcoma: música del pensamiento cuando no existe la sed.

Un mapa en blanco, de vasijas blancas.

O así fue.

Lo que no sé es como será a partir de ahora, tampoco es en exceso preocupante, la verdad. Ya vendrá. Tampoco saber si soportaré durante mucho tiempo este mimismo virtual... será un borrón pasajero, me digo. ¿No os harta a veces? Esta forma de mirar del que no mira, del que no ve salvo su propio mirar. Reflejos, reflejos... es posible que me haya atizado un oasis, cosas que pasan.