El mecenazgo

La erótica del poder no conseguía cuajar en ella, si las entrepiernas de sus jefes desencadenaban sus ansias tenían más que ver con el simple y natural gesto de patearlas. Pura visceralidad aunque poco relacionada con el deseo carnal por muy primaria que fuera. Lo mismo sucedía con aquellos que entre fantasmadas y fanfarronería infantil daban en contar sus posesiones, la velocidad y carrocería de su coche o los que intentaban el mismo tuneado en sus cuerpos. Comprobó que por lo general se correspondía con un tipo de impotencia, ya fuera cerebral o de su miembro, que resultaba fastidiosa y patética cuando se presentaban las excusas o sollozos tras el gatillazo pertinente.
No, su tipo se inclinaba más por el diletante de todo y nada, con dedicación no remunerada que con el tiempo pasaba a ser el jeta ese, y a secas. Había conseguido engrosar una larga lista de ex-amantes a los que seguía manteniendo por hábito y deleitación propia. Aun cuando el sexo dejara de tener aletas resbaladizas de deseo las conversaciones con ellos continuaban embebiendo su mundo. A causa de esta afición se vió obligada a terminar su carrera universitaria en un tiempo record compaginándola con todos los trabajos que podía y aquellos sueños de llegar a ser funcionaria - gris y triste aspiración pero sin embargo alimenticia que le permitiría escribir, su auténtica pasión- habían dado paso a una variante mucho más capitalista y enriquecedora en la que creó su propia empresa y permitía ocuparse satisfactoriamente de todos. Veía como sus amigas aguantaban los monológos de sus respectivos acerca de su trabajo, sus problemas laborales que ellos convertían en gestas o fracasos dependiendo del estado de sus hormonas. Al menos en las peroratas que ella aguantaba se hablaba de un mundo que podía ser compartido y que distaba mucho de aburrirla. Y existían otras ventajas, por supuesto: el ego de artista dejaba en un plano secundario la perpetuación de la especie y nunca se preguntaban por su falta de instinto maternal ni la empujaban a reunirse con familiares o allegados en tediosas tardes de charlas en gallinero, tardes que ella aprovechaba para depilarse o cocinar exquisitos platos en el microondas, sin necesidad de emular a cocineros televisivos. Sus amantes tenían por costumbre pasar directamente al postre cuando rociaba su cuerpo en chocolate. Y no tuvo que ejercer de descanso del guerrero o resistir su presencia más de dos días seguidos. Una bicoca cuyo único inconveniente fue tener que sobrellevar los reproches de la familia, esta vez la propia, por su alborotada forma de vida y lo que llamaban "sus caprichos solidarios". En esas ocasiones se limitaba a guardar silencio con una íntima sonrisa mientras observaba las ánimas avinagradas y los cuerpos desprovechados de las féminas que le rodeaban.

Pasados los cincuenta sintió un cercano temblor de inseguridad. La empresa no obtenía suficientes beneficios y el dinero volaba entre enmarcar cuadros para las exposiciones o tiradas de poemas que nunca se vendían. Además Pablo se había empeñado en montar una instalación de denuncia librecambista con tarjetas de Unicef y bolsas del carrefú que exigía un desembolso aún mayor. Decidió casarse con Alfredo, empresario cejijunto pero de múltiples posibles, que ocultaba un morboso masoquismo en las reuniones de departamento, lo que suscitaba entre los dos una relación plena: ella le fustigaba los testículos y él alcanzaba el arrebato místico. Meses después conoció a Tomás, aprendiz de poeta al que doblaba la edad. Tras leer sus poemas supo que se quedaría a su lado al menos un par de años más, el tiempo que tardara en madurar su poesía y ganar algún accésit, tal vez el Adonais, y caer en las garras del mercantilismo intelectual olvidándose de ella.

Pero mientras esa circunstancia llegaba se prepararía la plaza de Literatura Comparada. Se estremecía de placer al pensar la cantidad de aspirantes inexpertos y deslumbrados que asistirian a sus clases.

En ese preciso momento comenzaría el borrador de sus memorias.