Si Hegel viniera a cenar

Y es cierto, no existe nada sin su contrario. Sabemos del poder y el ansia de la alegría por la contundencia y allanamiento de la tristeza. O el latigazo vital del valor por el magma oscuro del miedo. Leo, casi ayer mismo, hace un año en esta misma fecha camino a Amsterdam y mis maletas. Esta vez pesan menos y no facturaré la ausencia, ni las sillas vacías de Van Gogh que de vez en cuando se me colaban entre los adoquines porque un año no era bastante para obviar la falta de un abrazo que ya sólo podía ser silencio. Y ahora hay otras, claro, las ausencias forman parte del llenado de este embudo al revés en que se empeña en convertirse la vida pero ninguna de ellas es tan determinante como la muerte y las siento como ráfagas de aire que estremecen al pasar por su corriente, apenas un picor de garganta. Duelen pero no rompen.

Y allá voy yo, a un pueblo perdido entre valles asturianos con tarjeta de embarque y asiento designado. Poca ropa que no es tiempo de chiringuitos ni lucimientos nocturnos. Varios libros. Entre ellos me llevo a Van y su hermano Theo, completar el círculo leyéndolo entre el verde y la bruma: la síntesis de dos veranos y un simbolismo para cerrar lo que levantó una urdimbre de pena en la piel y formó óxido en la lengua al mostrar que la muerte no era un contrario a la vida, sólo su consecuencia. Una contiene a la otra. Lo complicado siempre fue identificar contrarios.

Pero me esperan allí y la casa de piedra recia o el prado en la mirada y ser consciente de tocar tantas piezas del puzzzle que aún me quedan entre las manos. Todo un sabor a verano, por fin...

Llega tan delicada y tan sencilla,
tan serena de nueva levadura
esta mañana...

Claudio Rodríguez. Casi una Leyenda.