Barbecho

Intuyó que algo tendría que ver con el tiempo del barbecho, con esa monserga que le dió por imaginar, la de esperar a que la tierra descanse, asuma el agua que nunca amaina y cada nutriente enriquezca al calor del vuelo de un pájaro mojado. Se trataba de esperar, aún por determinar cuando finalizaría porque extravió el ritmo de las mareas en la sangre y en las venas.

Y de nuevo la tierra plena con ansias de ser tragada. En algún momento.

Porque un día cayó en la cuenta de que los habitantes de la casa poseían un tamaño inferior al esperado. Paseaba por la casa una gata bonsai y un par de plantas detenidas en unos cuantos brotes, extrañamente verdes pero impasibles en su altura. Y todos los libros que abrió finalizaban en páginas grises sin encontrar en ellos párrafos finales, los prólogos dados en confundirse con los epílogos y el índice cabalgando entre personajes.
Sin un ex libris que llevarse a los dedos.
O tal vez lo había provocado, se dijo, esa otra estupidez de cerrar círculos simbólicos. Pues todas las cosas sensibles se corrompen y están en movimiento, Aristóteles había susurrado en espera de que alguien, algún ser distinto a él, le hiciera caso. Y ahora le dió por imaginar, otra vez, que habría que limpiar el desván de ideas en desuso, las que a veces terminan por tomar la delantera y gobiernan el pensamiento, tejiendo su estilo, formadas por estambres inútiles que hilan no sólo los poemas. En ocasiones convertidas en estiércol con el que ocultamos la desnudez, la intemperie de la existencia en la que todo sucede al revés sin parecerlo.

Esa misma mañana cortó sus uñas varias veces, no cesaban de crecer. Y desde el estante más alto al que por fin alcanzaba, la gata observaba indolente el zig zag del cortauñas.

Desde entonces,
luna tras día,
viento tras noche,
ligeros o fuertes,
esperamos.
René Char