Es posible que su autora, Virginia Despentes, escritora francesa, antigua punk, antigua prostituta, antigua directora de película porno (sólo una: Fóllame), es posible digo, y sólo posible, que resulte demasiado directa, demasiado franca y batalladora para éstos tiempos nuestros. Es también posible que su lenguaje ofenda, o que sus conclusiones sean aún más ofensivas para hombres - pero sobre todo mujeres, ya veremos- asentados en esta nebulosa de revolución femenina que pudiera parecer tal pero que hace tiempo se reveló como lo que realmente es: el mismo discurso dominante de siempre pero maquillado en derechos, que hace de nosotros seres adormecidos, convencidos de haber conseguido todas las prebendas necesarias del primer mundo y encima no se me queje. Los mismos parias de la sociedad, sin género, pero complacidos de sentirse alguien por tener alguna protección y consumir sin tino. Sólo que si eres mujer el engaño es aún más sangrante, doble dominación.
Pasen, pasen y vean y luego hablamos…
Porque el ideal de la mujer blanca, seductora pero no puta, bien casada pero no a la sombra, que trabaja pero sin demasiado éxito para no aplastar a su hombre, delgada pero no obsesionada con la alimentación, que parece indefinidamente joven pero sin dejarse desfigurar por la cirugía estética, madre realizada pero no desbordada por los pañales y las tareas del colegio, buen ama de casa pero no sirvienta, cultivada pero menos que un hombre, esta mujer blanca feliz que nos ponen delante de los ojos, esa a la que deberíamos hacer el esfuerzo de parecernos, aparte del hecho de que parece romperse la crisma por poca cosa, nunca me la he encontrado en ninguna parte. Es posible incluso que no exista.
Después de unos años de buena, leal y sincera investigación he acabado llegando a esta conclusión: la feminidad, puta hipocresía. El arte de ser servil. Podemos llamarlo seducción y hacer de ello un asunto de glamour. En general se trata simplemente de acostumbrarse a comportarse como alguien inferior. Entrar en la habitación, mirar a ver si hay hombres, querer gustarles. No hablar demasiado alto. No expresarse en tono categórico. No sentarse con las piernas abiertas. No expresarse en un tono autoritario. No hablar de dinero., No querer tomar el poder. No querer ocupar un puesto de autoridad. No buscar el prestigio. No reírse demasiado fuerte. No ser demasiado graciosa. Gustar a los hombres es un arte complicado que exige que borremos todo aquello que tiene que ver con el dominio de la potencia. Charlar es femenino. Todo lo que no deja huella, que se vuelve a hacer cada día, que no lleva nombre. Las pequeñas cosas, las monadas. Pero beber: viril. Tener amigos: viril. Ganar mucha pasta: viril. Querer follar con mucha gente: viril. Responder con brutalidad a algo que te amenaza: viril. Hacer el payaso: viril. Llevar ropa práctica: viril. Todas las cosas divertidas son viriles, todo lo que te hace ganar terreno es viril.
¿Querer ser un hombre? No me interesa el pene, ni la barba, ni la testosterona, yo tengo todo el coraje y la agresividad que necesito. Pero claro que quiero todo lo que no puedo tener, quiero obtener más de lo que me prometieron al principio. No quiero que me cierren la boca. No quiero que me digan lo que tengo que hacer. No quiero que me abran la piel para hincharme los pechos. No quiero tener un cuerpo de adolescente al llegar a los 40. No quiero huir del conflicto para esconder mi fuerza y evitar perder mi feminidad.
Qué maravilloso es ser mujer: joven, delgada y con posibilidad de gustarle a los hombres. Si no, no hay nada maravilloso en ello. Es simplemente el doble de alienante.
Pero también escribo para los hombres que no tienen ganas de proteger, para los que querrían hacerlo pero no saben cómo, los que no saben pelearse, los que lloran con facilidad, los que no son ambiciosos, ni competitivos, los que no la tienen grande, ni son agresivos, los que tienen miedo, los que son tímidos, vulnerables, los que prefieren ocuparse de la casa que ir a trabajar, los que son delicados, calvos, demasiado pobres como para gustar, los que tienen ganas de que les den por el culo, los que no quieren que nadie cuente con ellos, los que tienen miedo por la noche cuando están solos.
Si algo hemos aprendido, deberíamos al menos, es a reconocer que casi todos -habrá quien se encuentre satisfecho con las cosas tal como son, no digo yo que no, aunque el discurso de ese tipo de personas me aburra hasta la saciedad- estamos ceñidos a un traje que nos provoca escoceduras. Pero el problema no somos nosotros, es el diseño y su (in)utilidad. Encima no nos sintamos culpables, vuelvo a decir yo.